El proyecto Roma Salva Cibo dio lugar a la creación de la asociación que cuenta con unos 30 voluntarios y evita el desperdicio de entre 700 y 1300 kilos de alimentos cada sábado. Ese espacio, además, promueve la integración social y el intercambio cultural.
Por Rode Classen
En la cadena de producción y distribución de alimentos son muchas las etapas en las que se generan grandes desperdicios. A los mercados y negocios llega solo una parte pequeña de las frutas: las más bellas, brillantes y redondas. Según la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), el 33 por ciento de la producción total alimentaria no se consume. La organización ambientalista Terra! realizó un informe —luego de haber estudiado la producción de peras, naranjas, manzanas y kiwi en Italia— en el que alerta sobre el impacto que tienen en la agricultura y el ambiente los estándares estéticos que se han impuesto sobre las frutas y las verduras. “Cada fruta debe responder a características predefinidas por rigurosas normas europeas que no tienen en cuenta los tiempos y la variabilidad de la naturaleza ni las repercusiones que estas medidas tienen en la crisis climática”, advierten. “Lo que compramos no es entonces una simple fruta, sino un producto que ha estado seleccionado genéticamente, cultivado, recogido, sometido al escrutinio de máquinas calibradas”. Luego de este proceso en el que ya se desperdician muchísimos alimentos, se producen otras etapas, como el descarte de los productos no comprados a tiempo en los negocios y mercados.
A partir de la observación de este problema han nacido iniciativas que intentan recuperar esos alimentos que van a ser arrojados a la basura, como Roma Salva Cibo. “Sabemos que en cada mercado del mundo hay personas que van a buscar los alimentos que se tiran luego del cierre. Muchas veces deben recogerlos de la basura o del suelo, y lo hacen incluso con un gesto de vergüenza. Queremos que este acto se convierta en algo normal al final del mercado, que deje de ser un motivo de vergüenza”, cuenta Viola De Andrade Piroli, quien comenzó este proyecto en Roma. “No queremos solo ser una ayuda para quien lo necesita, sino fomentar en todas las personas la conciencia del desperdicio alimentario. Este proyecto es para todos los estratos sociales, porque el que participa en una iniciativa probablemente después esté más atento en su casa a no tirar comida”, explica Françoise, voluntaria de la organización.
Integración e Intercambio
Viola decidió iniciar este proyecto luego de que un amigo le habló de una iniciativa que se realizaba en el mercado de Porta Palazzo en Torino y la animó a que lo replicara en Roma. El primer paso fue la observación de algunos mercados en la ciudad. En septiembre de 2017 empezaron a trabajar en el mercado del Alberone, en otra zona de Roma, hasta que un año después recibieron la propuesta de trasladarlo al Mercado del Esquilino. “Nos dio un poco de miedo porque este lugar era mucho más grande, así que llamamos a todos nuestros amigos y en octubre de 2018 vinimos por primera vez con un grupo grande. En el otro mercado nos había costado ganar la confianza de la gente, pero aquí las personas se acercaron inmediatamente a retirar los alimentos. Poco a poco llegaron más voluntarios, y comenzamos a estructurarnos y organizarnos mejor”, relata Viola.
Hoy el proyecto Roma Salva Cibo dio lugar a la creación de la asociación ReFoodGees que cuenta con unos 30 voluntarios y recupera entre 700 y 1300 kilos de alimentos cada sábado. Desde que se instalaron en este lugar y comenzaron a crecer, se empezó a cumplir otro de los objetivos de la organización que es ser un espacio de integración social e intercambio cultural.
El Esquilino es conocido como uno de los barrios más multiétnicos de Roma y el mercado siempre ha sido un punto de referencia para la comunidad. Françoise, explica: “Antes se realizaba en la plaza y allí no solo se vendía mercadería sino que era un punto de integración. Este siempre ha sido un barrio de inmigración, ya que después de la guerra se instalaron personas que venían de otras regiones de Italia, luego vinieron muchas personas de África del norte, y ahora hay también una comunidad china muy importante. Cuando trasladaron el mercado a este lugar cerrado, en 2001, mejoraron las condiciones de higiene y sanidad, pero se perdió esa cohesión y las personas se sintieron un poco perdidas. Quienes están a cargo del mercado han intentado siempre recrearla, pero no es algo fácil. Nosotros desarrollamos nuestra actividad aquí también por esto; no solo por el desperdicio alimentario sino también para crear un punto de encuentro social.”
Salvatore Perrotta, presidente del Mercado, coincide en la importancia de este espacio: “No se trata solamente de un intercambio de productos. Aquí las personas se relacionan, hablan, discuten… en fin, viven. El mercado nos hace seguir siendo humanos”.
De clientes a voluntarios
ReFoodGees abre su puesto todos los sábados a las 5 de la tarde, cuando el mercado cierra, frente a una de sus puertas. Una hora antes colocan algunas mesas que funcionan como mostrador, otras mesas para organizar los alimentos y una balanza para pesar todo lo que se recupera. También hay una mesita con juegos o útiles para dibujar, para que disfruten los niños y niñas que vienen con sus padres ya sea a retirar la comida o a colaborar. “Muchos de los voluntarios son personas que primero hacían la compra aquí y ahora decidieron ayudar. Además, todos los voluntarios retiran también alimentos. La comida que se desperdicia es tanta que nos alegra que todos los que pueden se lleven verduras o frutas. Las bananas, por ejemplo, no las compra nadie cuando tienen la cáscara manchada, pero adentro general están perfectas. Si pensamos en todo el camino que ha hecho una banana para llegar hasta aquí, es absurdo que nadie la coma y termine en la basura”, enfatiza Viola.
Sábado tras sábado han construido comunidad con las personas que forman parte de los distintos engranajes del proyecto. “Como aquí se venden productos de todo el mundo, a veces los voluntarios no conocíamos algunas verduras que estábamos entregando, y eran las mismas personas que las recibían las que nos explicaban de qué se trataba y nos sugerían modos de preparación. También adentro del mercado, con los vendedores, hemos experimentado este intercambio cultural y hemos hecho comunidad”, dice Françoise.
Viola agrega: “Descubrimos que la lucha contra el desperdicio era importante pero también podía ser una excusa para trabajar contra el racismo, contra la discriminación y la exclusión social. Aún con pequeñas cosas como recopilación de recetas, meriendas solidarias y juegos vimos que era posible involucrar a las personas y hacer de este espacio un lugar amigable, donde poder compartir y ayudarnos”.
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