Por Martín Pais, Coordinador Académico de la Diplomatura en Economía Circular (UTN FRD)
El modelo lineal de extraer, producir, usar y desechar agoniza. Su legado: recursos agotados, crisis climática y contaminación masiva. La Economía Circular no es una tendencia pasajera, sino un cambio sistémico vital. Es la brújula para redefinir nuestra producción y consumo, esencial para la supervivencia y un futuro próspero, abandonando la insostenibilidad inherente del viejo paradigma.
Invertir en Economía Circular es imperativo. Primero, para preservar nuestro capital natural: desacoplando el crecimiento del consumo de recursos finitos y la degradación ambiental, protegiendo la base de nuestra economía. Segundo, por resiliencia y seguridad económica: reduce la dependencia de materias primas vírgenes, a menudo importadas y volátiles, fomentando cadenas de valor locales y robustas. Tercero, es un motor de innovación y competitividad: impulsa nuevos modelos de negocio (servicios, re-manufactura, reparación), tecnologías y diseño de productos, creando ventajas y abriendo mercados. Es una inversión estratégica en nuestro futuro colectivo.
Un ganar-ganar sistémico
La Economía Circular crea un ecosistema de prosperidad. Empresas reducen costos (materiales, energía, residuos), hallan ingresos, mejoran su reputación, atraen talento y acceden a financiación sostenible. Ciudadanos y sociedad ganan calidad de vida (menos contaminación, productos duraderos/reparables), empleo local (reparación, reciclaje) y potencial acceso a bienes/servicios más económicos.
La Red de Impacto Local de Ciudades Circulares, con sus 28 adherentes, ejemplifica esta búsqueda de beneficios urbanos. Gobiernos cumplen metas ambientales (París, ODS), bajan gastos en residuos y salud pública, y fomentan el desarrollo local. Y el Medio Ambiente, el gran beneficiario: menos extracción de recursos, emisiones de GEI, residuos, contaminación y pérdida de biodiversidad. Es un ganar-ganar sistémico.
No actuar tiene un costo devastador. Implica agudizar las crisis ambientales y climáticas, con impactos económicos y sociales exponenciales: eventos extremos, escasez de recursos, migraciones.
Las empresas y países que no se adapten perderán competitividad. Aumentará la vulnerabilidad social y económica, con serios riesgos de disrupción en las cadenas de suministro. Seguir en el modelo lineal no es una opción; es elegir administrar un declive predecible, comprometiendo irreversiblemente nuestro futuro y el de las próximas generaciones. Es una sentencia a la precariedad.
La transición a la Economía Circular exige inversión coordinada y colaboración activa entre gobiernos (políticas), empresas (innovación) y sociedad (demanda). Es un cambio técnico, cultural y político.
Invertir en resiliencia
En un país como Argentina, donde los desafíos sociales, económicos y ambientales se entrelazan con especial intensidad, la economía circular aparece no solo como una estrategia deseable, sino como una necesidad urgente.
Frente a un modelo lineal agotado —extraer, producir, consumir y descartar—, este nuevo paradigma propone repensar la forma en que producimos y vivimos, recuperando recursos, extendiendo la vida útil de los bienes y reduciendo al mínimo el desperdicio.
Invertir en economía circular es invertir en resiliencia. Es apostar por un modelo que no solo reduce la presión sobre los ecosistemas, sino que también genera empleo, fomenta la innovación local y fortalece economías regionales.
En tiempos de crisis climática y fragmentación social, pensar en una producción regenerativa y solidaria deja de ser un ideal y se convierte en una urgencia estructural.
Un ejemplo del avance institucional en Argentina es la Red de Innovación Local (RIL) y su programa Ciudades Circulares, al que ya se han sumado 28 municipios. Estas ciudades están transitando hacia modelos más sostenibles, incorporando principios circulares en áreas como la gestión de residuos, la movilidad urbana, la eficiencia energética y la economía local. Esta red representa una forma de gobernanza colaborativa que permite compartir aprendizajes, escalar experiencias y generar políticas más efectivas desde lo local.
Una apuesta política y ética
En paralelo, distintas empresas también comienzan a abrazar este paradigma, no solo por convicción ambiental, sino por razones económicas y estratégicas. Casos como por ejemplo de reciclado de plásticos, donde la logística inversa de grandes cadenas o cooperativas que reinsertan materiales reciclados en circuitos productivos, muestran que la economía circular puede articular actores públicos, privados y comunitarios en torno a una agenda común. Y lo hacen generando valor económico sin desligarse del valor social y ambiental.
La economía circular también permite incluir a sectores históricamente marginados del mercado formal. Cooperativas de recuperadores, microemprendimientos de triple impacto y asociaciones vecinales cumplen un rol clave en esta transición.
Al integrarlos como socios activos, no solo se potencia la escala del modelo, sino que se democratiza el acceso al desarrollo.
La pregunta no es si podemos permitirnos invertir en economía circular. La verdadera pregunta es qué costos asumimos si no lo hacemos: agotamiento de recursos, crisis climática, contaminación crónica y exclusión social. La economía circular no es una opción técnica, es una apuesta política y ética. Una forma de pensar el desarrollo con justicia ambiental, con regeneración, y con una mirada estratégica de largo plazo.
Invertir hoy en circularidad es sentar las bases de un país que no desperdicie ni recursos ni personas. Es apostar por un futuro donde la sostenibilidad no sea un eslogan, sino una práctica cotidiana y colectiva.














